David Torres (Madrid, 1966), acaba de publicar Cartas a las novias perdidas, galardonada con el LXVI premio Ateneo de Valladolid. Torres ya había ganado antes el Tigre Juan por Niños de tiza y el Ciudad de Logroño por Punto de fisión. Ahora otro premio más viene a acreditar su calidad literaria en esta impactante e insólita novela: un relato que bajo su apariencia de costumbrismo contemporáneo constituye una novela negra policiaca de la mejor especie. Me refiero a esas novelas donde nada es lo que parece y donde la investigación desganada y chapucera no aclara del todo las cosas, pero a cambio revela inesperadas perlas de conocimiento filosófico. ¿Recuerdan el clásico policiaco Edipo Rey?
El libro más veces leído y menos comprendido comienza también con un relato noir: El homicidio de Abel a manos de Caín, un crimen pasional cuya investigación se despacha con demasiadas prisas cargándole el muerto al único sospechoso disponible y sin hacer preguntas incómodas. Cartas a las novias perdidas arranca justo en ese mismo punto: “En el comienzo siempre hubo dos hermanos, Caín y Abel, Anubis y Bata, Rómulo y Remo, Tomás y papá, Fran y yo.”
Pablo, el hermano de Fran, es el narrador y cronista de Cartas a las novias perdidas; un juntaletras que se gana la vida redactando guías de viajes para viajeros que ansían ser timados. Desde una apartada isla en Indonesia recibe un mensaje que le insta a regresar al hogar paterno en Madrid. Las cosas se han complicado y es hora de afrontar las obligaciones y volver a casa: Mamá ha desaparecido, papá no se encuentra bien. La ciudad también ha cambiado mucho. El protagonista se siente, posiblemente, tan desolado y extraño como un rinoceronte en un cuarto de estar.
A partir de ahí Pablo emprende, pasito a pasito, una labor de búsqueda y reconocimiento de tantas cuestiones oscuras que han quedado sepultadas por el paso de las rutinas y obligaciones cotidianas, de los silencios impuestos, de la ignorancia consentida. La crisis de la mediana edad apremia a la mayoría de los personajes del libro, pendientes de encontrar antes del último capítulo el sentido profundo, el goce desaparecido, el rayo de luz que se desvanece sin apenas darse cuenta. Y el lector tiene que estar atento si no quiere que le ocurra lo mismo.
Investigar, como vivir, resulta muy cansado y el sabueso tiene que desahogarse con alguna afición: El violín calma a Holmes, la cocina aplaca a Pepe Carvalho, los soldaditos de plomo templan al sargento Bevilacqua, y el comisario Rodríguez se concentra en cuadrar sonetos en los ratos muertos. Pablo Hernández es todavía más abstracto y rellena sus pausas fantaseando noviazgos con las mujeres con las que se cruza. Lo que pudo haber sido y no fue, ni será nunca, pero podría haber sido plausible dentro de nuestro actual horizonte de sucesos, todo gracias al condicional y al pretérito imperfecto de subjuntivo, “el más triste de todos los tiempos”. El propio narrador confiesa: “A veces pienso que todo lo que he escrito alguna vez – y todo lo que no he escrito – no son más que cartas a las novias perdidas.” Analiza eso, Aristóteles.
Para Pablo, la escritura es una manera de atreverse a hacer o decir lo que nunca haría en la vida real. Toda una declaración de principios que algunos escritores actuales no estarían dispuestos a suscribir. “Hablan siempre de contar nada más que la verdad, pero cuando lo más interesante que les ocurre al cabo del día es la aventura de ir a comprar el pan, siempre acaban por exagerar, mixtificar o inventar. (…) El exhibicionismo literario consiste en sorprender al lector en una esquina, abrirse la bragueta y que salga un lápiz.” Lejos de esos extremos, el estilo de Torres más bien consiste en ir a comprar el pan, desmigajarlo disimuladamente y dejar a la vista suficientes datos como para que el lector comprenda que el panadero le ha estafado. Mejor dicho, nos está estafando.
Cartas a las novias perdidas se lee con interés y buen ritmo, gracias a su prosa sólida, al atractivo de toda una galería de personajes de interesantes claroscuros y a los chispazos de humor negro habituales chez Torres. Mediante el relato de pequeños episodios cotidianos, la novela avanza y enfoca la linterna sobre los armarios repletos de los habituales esqueletos evitados: La decadencia de la ancianidad, la crueldad del Alzheimer, las cicatrices del franquismo, la dificultad de relacionarse con la pareja y los hermanos, el absurdo de la vida en la ciudad y del trabajo alienante, la disputa entre el deseo y la realidad, el vértigo de la muerte: “el jeroglífico definitivo del que no se puede hablar ni en serio ni en broma.”
Aunque algunas partes son muy duras, el autor consigue que el relato no se deslice hacia la depresión, sino que se abre camino hacia la consciencia, la madurez y la aceptación. Y lo hace precisamente combinando el humor, la gravedad y la delicadeza. El resultado es una magnífica novela con varios niveles de lectura escondidos dentro de su aparente simplicidad. David Torres ha corrido el riesgo de escalar una escarpada ruta vertical de tal manera que, al llegar al final, posiblemente el lector tendrá el deseo de volver a leer otra vez toda la historia desde el principio. Es otra de las ventajas que ofrece la literatura como suceso alternativo.