sábado, 13 de marzo de 2010

Delibes y sus tordos


Aunque sea ley de vida, aunque estuviese anunciado, aunque ya no desease vivir, todos lamentamos la muerte de Miguel Delibes y recordamos las emociones que nos ha regalado la lectura de sus libros. Mi elogio fúnebre es necesariamente humilde y escasamente imaginativo: Me siento como Daniel, el Mochuelo, el día que enterraron a Germán, el Tiñoso, junto con un tordo a modo de ajuar funerario.


Daniel, el Mochuelo, sentía aquel día las campanas de una manera especial. Se le antojaba que él era como uno de los insectos que coleccionaba en una caja el cura de La Cullera. Se diría que, lo mismo que aquellos animalitos, cada campanada era como una aguja afiladísima que le atravesaba una zona vital de su ser. Pensaba en Germán, el Tiñoso, y pensaba en él mismo, en los nuevos rumbos que a su vida imprimían las circunstancias. Le dolía que los hechos pasasen con esa facilidad a ser recuerdos; notar la sensación de que nada, nada de lo pasado, podría reproducirse. Era aquélla una sensación angustiosa de dependencia y sujeción. Le ponía nervioso la imposibilidad de dar marcha atrás en el reloj del tiempo y resignarse a saber que nadie volvería a hablarle, con la precisión y el conocimiento con que el Tiñoso lo hacía, de los rendajos y las perdices y los martines pescadores y las pollas de agua. Había de avenirse a no volver a oír jamás la voz de Germán, el Tiñoso; a admitir como un suceso vulgar y cotidiano que los huesos del Tiñoso se transformasen en cenizas junto a los huesos de un tordo; que los gusanos agujereasen ambos cuerpos simultáneamente, sin predilecciones ni postergaciones.

(El camino, capítulo 20)


¿Volverá a hablarnos alguien con la precisión y el conocimiento con que Delibes lo hacía, de los rendajos y las perdices y los martines pescadores y las pollas de agua, de las gentes y campos de Castilla, de la caza y los cazadores, de niños que parecen más sensatos que los adultos y más locos que los niños, del estremecimiento que nos provoca la muerte de nuestras personas queridas, de la conciencia irremediable de que hay una hoja roja en el libro de nuestra vida?


Delibes, cazador de palabras. Las palabras son pájaros que se nos escapan cuando queremos capturarlas. Miguel, como Daniel, el Mochuelo, tenía un infalible tirachinas al que no se le resistía tordo ni vocablo alguno. Aunque hacía años que no había escrito ningún libro completo, en el ajuar funerario de sus bolsillos llevaba tordos que estaban aún pendientes de escribirse y que ahora podrá compartir, en todo caso, con su querida Ángeles.


Se fue Delibes, como Germán, el Tiñoso. A nosotros, afortunadamente, nos quedan sus libros. Leerlos es el mejor homenaje que podemos hacerle. Legárnoslos es la mejor obra de caridad que Miguel nos hace.

1 comentario:

El antipático dijo...

Tu homenaje es excelente salvo en un punto: la foto es la de un viejo escritor. Y Delibes fue joven de leyes y maduro deportista, entre otras cosas. Siempre me fastidia que recordemos a los grandes por imágenes de su vejez, como si fueran las definivas, y entiendon el afán cristiano de plantear la resurrección de los muertos en su estado más florido. Por lo demás, no habrá tordos más libres.