Ya me habéis
leído antes de ahora, pero con distinta voz. Yo solo era un jovenzuelo huidizo
y dolorido del mundo, abrumado por el rapapolvo que me había dedicado un
profesor blandiendo un ejercicio lleno de heridas como un campo de amapolas.
Aterrorizado ante la perspectiva de otra terrible regañina paterna, e influido
por El diablo de la botella de
Stevenson concebí en mala hora un pacto contra natura. Tracé con tiza azul
líneas prohibidas en el suelo: Una X marca el lugar. Invoqué al viejo Tusitala
sacrificando en holocausto un viejo ejemplar de Frederick Forsyth. “Ayúdame. Luego, haz de mí lo que quieras.”
Mi sangre emborronó las páginas amarilleantes impresas por Plaza y Janés.
En la
siguiente prueba escrita desoí, por considerarlas descabelladas, las
ocurrencias que me llegaban como susurros. Mi situación empeoró. En el examen
definitivo la desesperación me incitó a copiar al pie de la letra todas las
patrañas que me dictaba Tusitala. Conceptos extravagantes, interpretaciones contrarias
al paradigma, citas literales apócrifas, bibliografías de fiabilidad onírica. Llegó
a tanto mi abandono, que no me sorprendí al conocer la calificación de
sobresaliente.
Así,
escribiendo al dictado, pude completar mi expediente académico sin mayores
problemas, e incluso con felicitaciones. Acabada la universidad, soñé con la
gloria literaria, asunto que hoy en día reviste mayor dificultad que en el siglo
XIX. Como era de esperar, todas las editoriales rechazaron los manuscritos de
Tusitala que yo firmaba. Terminé por aceptar un trabajo de negro literario, en la confianza de que así ganaría oficio. ¡Con
qué dedicación me iba bisbiseando la voz los giros en la trama, las respuestas
ocurrentes, los adjetivos imprescindibles, las soluciones inesperadas! Nuestro
primer libro publicado alcanzó un resonante triunfo, cuyos laureles y vanidades
culturales gozaba un tercero.
Transcurridos
un par de años en la faena, y sin dejar de soportar mi acostumbrado ostracismo
editorial, aprendí a sacar rendimiento de la situación. Trabajé a destajo para
cumplir con los compromisos de renombrados escritores que aguardaban su turno
en mi lista de espera. Seguiré callando sus nombres, pero reconozco que me
envanecí viéndolos en sequía de ideas, reducidos a mendigar algo de nuestro
inagotable genio. Les impusimos adelantos y porcentajes cada vez mayores, que
no se atrevían a rehusar, pues conocían de antemano que el éxito estaba
asegurado.
No tardé demasiado
en cansarme de la industria editorial, de las promociones, de los escritores
presuntuosos mezclándose en cócteles. Pero estaba mucho más harto todavía de
escribir como un forzado, repitiendo estructuras y clichés de los que nadie
obtenía sino distracción banal y negocio. Ensoberbecido, desengañado, abandoné aquel
gremio. Y en mis peores pesadillas, sentía rugir las rotativas lanzando millares
de libros de bolsillo, o me incorporaba sobresaltado oyendo la voz de Tusitala que
chillaba en mis oídos: “¡Billetes de
cien! ¡Billetes de cien!”
Después de
varios tumbos laborales, recalé en un puesto de creativo publicitario. Allí
inventábamos narraciones que convertían en una emocionante aventura tropical el
consumo de café cultivado por campesinos miserables. Metamorfoseábamos en
metáforas de aire fresco las ropas cosidas con sudores de talleres asfixiantes.
Alterábamos con aliteraciones salutíferas los despojos de bestias estabuladas
en condiciones insanas. Tusitala sabía que todo se vende mejor con una buena
historia. La realidad ya es demasiado cruel como para aceptarla y además, querer
pagar el precio.
También yo pagué
un precio muy alto. Ser consciente en cada momento de las patrañas sociales que
se repiten continuamente no es algo que ayude a mi timidez natural. Poseída
toda mi capacidad de fabular por el demonio que me domina, y harto de tanta
simulación, no acierto a fingir las mentiras que me permitan encajar en ningún
ambiente, trabar amistades o enamorar a las mujeres. Únicamente me tienen en
cuenta cuando coloco mis endiabladas ficciones, pero cuando me canso de mantenerlas
en pie, no obtengo sino desprecio. Desprecio y soledad.
La mentira,
lubricante, aflojatodo y antioxidante del mundo. Estamos programados para
dispensarla por doquier, para disimular y disfrazar nuestras intenciones. Pero
también para aceptarla como se aceptan los cuentos infantiles, como se acepta
una disculpa, como se acepta una píldora endulzada o un placebo, con la
esperanza de quien quiere agarrarse a un milagro. Y cuanto más grande el bulo, mayor
es la disposición a tragarlo. ¿Hay mentiras mayores que las de los gobernantes,
los banqueros, las religiones, los nacionalismos, los medios de comunicación, los
deportes? Quizás las de la literatura, que se alimenta de nuestra sed
inagotable de infundios. Me pregunto si será más infeliz quien no sepa engañar
o quien no sepa creer. En todo caso, yo carezco de ambas habilidades.
Hace ya mucho
que renuncié a copiar narraciones al dictado. Las que firmé yo las tengo
apiladas por decenas en un armario, junto con las respuestas negativas de otras
tantas editoriales. Desde hace una semana estoy aprovechando los amaneceres, en
que parecen remitir los gritos de Tusitala, para escribir de nuevo por primera
vez con la sinceridad de un adolescente. Intento poner negro sobre blanco mi ser
íntimo, mi desolada soledad, la emoción que me inspiran las luces del nuevo día
con sus promesas siempre incumplidas. Pero nada consigo por ahora que merezca
el gasto del papel que lo sostiene. ¿Por qué soy incapaz de escribir algo que
parezca tan auténtico como es mi vulgar humanidad? ¿Por qué no sirven de nada
horas ante el teclado, sufriendo lo indecible, como si escribiese con mi
sangre? No es de extrañar. El escritor se hace rompiendo páginas fallidas.
Seguiré escribiendo, a escondidas de mis demonios, cueste lo que cueste. Sí,
tendré que continuar escribiendo hasta que logre algún día publicar a mi nombre
un texto que de verdad merezca leerse. Tal vez entonces conjure mi maldición.
Mientras tanto, permaneceré siendo lo que Tusitala ha querido hacer de mí. Un
personaje de una mala novela.
Jaime González
Publicado en Hypérbole.es (20.09.2015). Si quieres leer el enlace original, pincha aquí:
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